Los pontevedreses han querido darse encuentro un año más en el entorno de la Herrería para participar en la Bendición General de Ramos, a las 12:30 h. de este Domingo, al término de la cual dio comienzo la Procesión con la imagen de Jesús entrando en Jerusalén. Es el punto de partida de las celebraciones de Semana Santa.
Una tradición local manda que, durante este día, los niños estrenen sus ropas nuevas de primavera. Lo que sí han podido hacer los centenares y centenares de niños y adultos allí congregados es aclamar, laureando con ramas de olivo y hojas de palma, el paso de Jesús a lomos de la borriquita, al igual que hace dos mil años los habitantes de la Ciudad Santa de Jerusalén le dieron la bienvenida al hijo de Dios, como prolegómeno de las celebraciones pascuales. Los sulamitas fueron entonces testigos de sus prodigios y de su mensaje de salvación, como culminación de la promesa mesiánica. Hoy, dos milenios después, el recuerdo de su Pasión, Muerte y Resurrección nos ayuda a comulgar con el Padre y a vivir como sus seguidores: sintiendo la Fe, abrazando la Esperanza y practicando la Caridad.
Fuertemente asentado en la tradición local, la festividad del Domingo de Ramos no puede pasar desapercibido entre los demás domingos de todo el calendario litúrgico. A nivel cultural, resulta casi inevitable pensar en la influencia que esta marcada fecha ha trazado en el inconsciente colectivo. Padres, madres y niños, estrenan sus ropas nuevas. Como un símbolo, quizás, del inicio de una nueva etapa personal, en la que renovamos también los ropajes del alma. Y el hecho de su proximidad al equinoccio de primavera también contribuye a establecer el antes y el después que experimenta la propia naturaleza. El florecimiento de los árboles y de las plantas. Las brisas templadas. Las lluvias que preceden al fruto. En fin, un cambio físico que, inevitablemente, se va a traslucir en los cambios que se operan en nuestro propio espíritu.
La razón de todo ello estriba en el significado que se esconde bajo el Domingo de Ramos, como recordatorio de la llegada de Jesús en Jerusalén, despejando la victoria de la vida y de la fe, frente al destierro de la muerte y de la desesperanza. Cuando el pueblo sulamita abrió las puertas de su ciudad, para aclamar al Mesías con palmas y ramos, los símbolos más empleados para definir la victoria, en vísperas de los días que se iban a convertir en su calvario, de crucifixión, muerte y resurrección. Es, en fin, como la vida que, a través del serpenteante camino del sufrimiento, logra redimirse y despojarse de los errores, las pérdidas, los vicios materiales, y se revoca a sí misma para convertirse en seres luminosos, preparados para nuestro verdadero destino, nuestro verdadero ser, en compañía del Padre Eterno.
La procesión de Jesús, por las calles de Jerusalén, es el prolegómeno de su casi inmediato via crucis. Aparentemente opuesto, y sin embargo, encarnando en ambos pasos, la misma verdad oculta: el triunfo sobre la fugacidad de la existencia humana. Acorde a las mismas estaciones, revelándonos que tanto la alegría como el dolor pueden llevarnos a la misma meta y que debemos aprender a aceptar nuestras vivencias según se nos presenten. Sobreponiéndonos a los golpes. Superando los problemas. Respondiendo a la adversidad con la fuerza del que tiene ganas de vivir, de creer, de sentir. O dicho en otras palabras, de aprovechar nuestros errores para reedificarnos a nosotros mismos, como hizo Jesús, convertidos en mejores personas. Al fin, este debe ser el significado de una vestimenta nueva: un alma renovada, que aunque inacabada, nos quede más próxima a la perfección, en el camino que Jesús nos ha enseñado.
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